Los suaves rayos del sol se filtraron por las rendijas de la
vieja casa, asomándose por cada rincón, por cada grieta en la madera,
reflejándose en cada vidrio hasta dar en el rostro de Luz.
Con pereza tapó sus ojos y trató de conciliar nuevamente el
sueño, mientras no cante el gallo no me
moveré de aquí, se decía adormilada.
La joven buscó las mantas y se tapó el rostro tratando de
recrear la agradable oscuridad de la noche, deseando que los gallos se apiadaran
de su cansancio.
Luego de cinco minutos los gallos se hicieron notar, y Luz
no pudo seguir evitando la realidad, era hora de levantarse.
Abrió con fuerza las mantas de su cama, esperando que con
ellas se fuera su pereza, se arrodilló sobre
el colchón y comenzó con la usual búsqueda de los calcetines, generalmente
estos se encontraban perdidos en la profundidad de las sabanas de su cama, ya
que para Luz era inevitable terminar quitándose los calcetines sin importar el
clima o el frío que ella tuviese.
Luego de dar captura a los escurridizos calcetines, Luz
inicio la marcha a la cocina, donde sus fieles botas de goma la esperaban.
En el momento en que Luz comenzaba a abrir la puerta el
sutil tintinear de Sal se aproximaba.
-Lo sé, lo sé, ya le serviré el desayuno a vuestra real
“gatunidad”- decía Luz mientras acariciaba el lomo del pequeño felino.
Luz salió de la casa acompañada de Sal, gato pequeño y muy
peludo con un particular pelaje blanco, Luz sin pensarlo mucho le había puesto
Sal.
Si el gato es gris se
llamará Pimienta, si es blanco se llamará Sal y si es negro será Trufa.
Le comentó a la vecina antes de ver la camada de gatitos.
Sal caminaba dos gato-pasos por delante de Luz, mojando sus
patas y hundiendo la tierra como para guiar a Luz en su camino.
El gato se sentó en la entrada del granero, conocía las
reglas, mientras Luz ordeñaba a Muriel, él debía mantenerse a una distancia
prudente.
Luz alimentaba gallinas y cerdos, luego dejaba libre a
Muriel y se dirigía junto con ella y Sal al pozo.
A pesar de lo pequeños y delgados que se veían los brazos de
Luz, era capaz de cargar dos baldes de agua a la vez sin ningún problema.
A paso más lento y con los tintineos de Sal como apoyo, Luz regresaba
a la cabaña.
Esta era pequeña, pero acogedora y vieja pero bonita. El
primer piso estaba compuesto por la cocina, un pequeño comedor y el baño,
mientras que el segundo piso era ocupado por completo como habitación de Luz y
Sal.
Luz dejo los baldes junto a la cocina a leña, introdujo unos
maderos en esta y los prendió. Rápidamente la cocina se llenaba del
característico encanto sureño; olor a
madera, fuego, lluvia, hierba y viento.
Llenó la ennegrecida tetera con agua y luego la puso a
calentar, mientras eso pasaba le servía a Sal su habitual porción de leche
marca Muriel, junto con las sobras recalentadas de la cena.
-Sal, mi pequeña real
gatunidad, en esta mañana tengo para usted “leche fresca de vaca del monte junto
con una porción de carne sazonada con finas hierbas de la huerta”.- decía Luz con su usual
sarcasmo.
Sal solo la miró unos instantes, luego atacó su plato con
impaciencia.
Luz se puso a tostar dos rebanadas de pan de ayer, que ya
comenzaba a endurecerse y se dejó abrigar por el calor de la cocina.
-Si dejo este pan un día más podré usarlo para cazar aves y
para atrapar bandidos-
Luz preparó su modesto desayuno, a pesar de la soledad,
seguía conservando las viejas costumbres, el mantel, el florero, los cubiertos,
la servilleta y la loza.
Puso frente a su asiento la mermelada de moras y la
mantequilla casera, las rebanadas de pan ya no tan duro, la usual cucharada no
muy llena de café y agua.
Luz se sentó lentamente y miró las demás sillas.
-Bueno, hoy regaré las
plantas de la huerta, prepararé el pan y luego tejeré unas mantas nuevas, no se
me debe olvidar entrar a Muriel- hablaba Luz cada vez más despacio.
Contempló la silla frente a ella y no fue capaz de
contenerse, las lágrimas comenzaron a caer silenciosas, luego siguieron los
sollozos, para finalizar con el descomunal llanto de la agonía, de la necesidad
de otro, y sin poder reprimirlo más, Luz lloró con furia, expulsando todo el
dolor que le generaba el vacío en su corazón.
Tomó la taza lentamente y se dijo:
-No debo olvidarme de
Muriel, ojalá no esté muy lejos esta vez.-
Los cabellos comenzaban a tornarse grises, Sal comenzaba a
engordar, luego a envejecer, después se esfumó. Luz tomaba nuevamente la taza,
las arrugas que surcaban sus manos se volvían cada vez más marcadas y el temblor en su cuerpo aumentaba acorde al
ritmo de sus palabras.
-
Otro día más- y
la taza cayó al suelo.